martes, 26 de junio de 2018

EL AÑO QUE NO HUBO VERANO






EL AÑO QUE NO HUBO VERANO




Fue conocido como “el año sin verano,”, pero también como “el año de pobreza”, “el verano que nunca fue”, “el año que no tuvo verano”, y con el muy gráfico nombre de “Mil ochocientos hielo y muerte”. El año 1816 fue anormalmente frío, y fruto de esa bajada de temperaturas se vivieron fenómenos tan raros en algunos sitios como hielo en julio o nieve en agosto. Descrito por el historiador John D. Post como “la última gran crisis de supervivencia del mundo occidental”, 1816 supuso el punto álgido de la llamada “Pequeña Edad de Hielo” que todo el Hemisferio Norte llevaba viviendo desde 1300 y que duraría hasta 1850.

Naturalmente, las consecuencias para la población fueron catastróficas. No sólo hubo hambre debido a que la mayor parte de las cosechas se malograron, sino que también se vivieron epidemias cuyos efectos duraron muchos años. Además, se gestó el hoy conocido como “Triángulo de oro”, se vivió una efímera (y fracasada) exploración polar y se concibieron algunas obras literarias y artísticas hoy mundialmente conocidas. No ha habido ningún año parecido del que se tenga noticia, ni antes ni después.

El 5 de abril de 1815 el volcán Tambora, situado en la pequeña isla de Sumbawa en la actual Indonesia, entró en erupción. La explosión se oyó en las Molucas, a 1.400 kilómetros de distancia. El gobernador de las islas, Sir Stamford Raffles, pensó que se trataba de un ataque y envió barcos de guerra en auxilio a los navíos y ciudades que creía en apuros. La erupción continuó hasta la mañana del 6 de abril y se fue apagando poco a poco. Sin embargo, esto no fue debido a que la furia volcánica se hubiera aplacado, sino que la lava era lo bastante fría como para solidificarse nada más salir. Esto taponó el cráter del volcán, pero también aumentó la presión en su interior.

Esta presión fue subiendo hasta que la caldera no la soportó más y estalló violentamente a las 7 de la mañana del 10 de abril. La explosión fue de tal calibre que a 2.500 kilómetros de distancia las casas se tambalearon. Poco después empezó a llover ceniza y piedra pómez de hasta 20 centímetros de diámetro. La lluvia de ceniza fue tan intensa y rápida que mató instantáneamente a los 12.000 habitantes de la isla. La lava arrasó lo poco que quedaba. La columna de ceniza superó los 43 kilómetros de altura y ocultó el sol durante dos días en 600 kilómetros a la redonda. Se estima que la erupción liberó aproximadamente unos 140.000 millones de toneladas de material volcánico. Para que nos hagamos una idea, si todo ese material cayera sobre la Península Ibérica quedaría sepultada bajo una capa de ceniza de 27 centímetros de espesor.

La erupción terminó el 15 de abril. La cantidad de muertos producidos por la explosión volcánica y los posteriores tsunamis oscila según la fuente entre 50.000 y 80.000. Teniendo en cuenta la población por entonces de Indonesia, si hoy en día se produjera allí una erupción de esa magnitud el número de víctimas mortales rondaría el millón. Pequeñas columnas de humo siguieron observándose hasta septiembre, y en octubre aún seguían flotando grandes balsas de piedra pómez que incluso llegaron a alcanzar las costas de Calcuta (a 3.600 kilómetros de distancia). La erupción del Tambora es la mayor registrada en la historia reciente de la humanidad y alcanza el valor 7 en el “Índice de Explosividad Volcánica”, que tiene un máximo de 8. El volcán, que antes de la erupción medía 4.300 metros, vio reducida su altura a 2.850 metros.

A medida que la ceniza y los gases liberados por el volcán se extendían por la atmósfera, pudieron observarse espectaculares atardeceres rojos, naranjas y morados por toda Europa y Norteamérica durante el verano y el otoño de 1815. En el este de Estados Unidos, una niebla persistente volvía la luz del Sol de un amarillo pálido, tan denso que permitía distinguir las manchas solares a simple vista. La temperatura iba enfriándose, de modo que en el invierno de 1815 las nevadas alcanzaron el sur de Italia. La peculiaridad estaba en que los copos de nieve tenían tonalidades amarillentas, marrones y rojizas. En Asia, la llegada de los monzones se vio perturbada durante dos años, provocándose graves inundaciones seguidas de grandes sequías.

Pero fue durante el año siguiente en que los efectos de la explosión del volcán se hicieron más agudos. Si bien la primavera era más fría de lo habitual, fue a partir de mayo cuando las consecuencias fueron más evidentes. Así, por ejemplo, en el este de Estados Unidos se produjeron nevadas en junio. Asimismo, una copiosa tormenta dejó Quebec bajo 30 centímetros de nieve, y las aves murieron congeladas en las calles. En Centroeuropa se produjeron tormentas de pedrisco de un tamaño nunca visto y que tuvieron como consecuencia violentas riadas que arrastraron personas, animales y enseres. En España y Portugal, la temperatura media bajó tres grados. En Taiwan, que posee clima tropical, nevó en julio. Durante todo el verano se produjeron heladas en todo el Hemisferio Norte que, entre otras cosas, echaron a perder las cosechas. En algunas zonas del sur de China se produjeron nevadas en agosto. También en agosto se observó hielo en los ríos de lugares tan al sur como Pennsilvania.

Las cosas no fueron mucho mejores en otoño e invierno. Se sucedieron las heladas, el frío y la nieve, mientras que en otras zonas las lluvias torrenciales arrasaban lo poco que quedaba. Asimismo, los años 1817 y 1818 fueron también más fríos de lo normal. Aunque desde luego no alcanzaron el nivel de 1816, el segundo más frío desde 1400, tal y como atestiguan los anillos de crecimiento de los robles.

No obstante, se produjo también el fenómeno inverso en otros lugares. En el norte de Europa el año fue más cálido de lo habitual aunque cayó una cantidad de lluvias tres veces superior a la media. Particularmente Rusia y los países bálticos tuvieron un año más bonancible, algo que tuvo gran importancia como se verá más adelante. En el Polo Norte, la cálida temperatura hizo que hubiera menos hielo lo que dejó navegable gran parte del Ártico. Como veremos, esto también tuvo su repercusión.

Como ya hemos dicho, las cosechas se echaron a perder por las heladas y porque, entre otras cosas, la tierra estaba tan dura por el frío que no fue posible arar hasta bien entrado el mes de junio. Si bien en todo el Hemisferio Norte las consecuencias fueron terribles, fue en Europa donde más se notó la catástrofe. O las cosechas se perdieron por las heladas de julio y agosto (caso de Francia o Gran Bretaña) o lo hicieron por las intensas lluvias (caso de Europa Central).

El continente europeo acababa de salir de las guerras napoleónicas y se encontraba devastado. Las continuas campañas militares a lo largo de más de una década habían dejado sin reservas de grano a gran parte de los países, de modo que las malas cosechas hicieron que la hambruna fuera generalizada. En Londres se repartía diariamente una ración de sopa a la gente desfavorecida, igual que en la Edad Media. Se registraron disturbios en buena parte del país y marchas con el lema “pan o sangre”. En Irlanda e Italia hubo un violento brote de tifus que diezmó a la población. El precio de los cereales subió de tal modo que en Francia tuvieron que poner escolta militar a los carros que transportaban trigo para evitar que fueran saqueados. Los altos precios se mantuvieron a lo largo de 1816 y 1817 (llamado “el año de los mendigos”), a excepción de las zonas costeras, donde el transporte era más barato. En Alemania y Suiza la población sólo tenía para comer patatas podridas, y el país helvético tuvo que declarar el estado de emergencia nacional.

Una salida para los hambrientos fue la emigración. Alrededor de 60.000 personas se embarcaron hacia América, en su mayoría británicos e irlandeses, que tenían más fácil acceso a los puertos que la gente del interior de Europa. No obstante, las condiciones en el puerto de Amsterdam eran tan malas que muchos de los que llegaron allí con el propósito de embarcar se dieron media vuelta y regresaron a sus casas. Otra gran parte de la población emigró hacia Rusia, donde las cosechas fueron normales hasta el punto de que el zar Alejandro I autorizó el envío de grano al oeste de Europa.

Las consecuencias en España y Portugal no iban a ser menores. Las temperaturas bajaron entre dos y tres grados de media por debajo de lo habitual en época estival. Las gélidas temperaturas mataron las cosechas de fruta, y especialmente hicieron daño a la uva. Los olivos, muy sensibles al frío, no aportaron una recolección de calidad. Los agricultores tuvieron el esfuerzo extra de separar el cereal seco y maduro de las semillas verdes, por los retrasos en la cosecha. No obstante, no se dispone de más datos de este periodo pues Fernando VII había vuelto del exilio y (consciente del daño que le podría causar) eliminó la prensa durante los años 1815 a 1820. Sin embargo, recientes estudios de la Universidad de Santiago han encontrado pruebas de que muchos hórreos gallegos estuvieron vacíos ese año. Han encontrado también un documento que dice sombríamente “hai moitos mortos polos camiños”.

En Norteamérica la situación no fue mucho mejor. A pesar de que los campesinos consiguieron salvar gran parte de las cosechas de maíz y otros cereales, los precios no dejaron de subir. La avena, por ejemplo, multiplicó su precio por ocho. Gran parte de las ovejas, que ya habían sido esquiladas, murieron congeladas por las heladas de junio. En Terranova apenas tenían para subsistir y tomaron la decisión de cerrar el puerto a los barcos que trajeran inmigrantes europeos. La gran demanda de grano en la frontera del noroeste trajo como consecuencia la especulación de tierras y la masacre de indios. De hecho, el precio de los cereales era tan alto que cuando volvió a la normalidad se produjo el llamado Pánico de 1819, la primera gran depresión económica de los Estados Unidos. Sus efectos duraron hasta bien entrado 1820 y paró en seco la expansión hacia el oeste.

La situación en Asia fue también terrible. Por supuesto, la zona más afectada fue Indonesia, donde la pérdida de las cosechas propició una hambruna que duró años. La alteración de los monzones fue la causa de una epidemia de una nueva cepa de cólera que se extendió por todo el planeta a lo largo del siglo XIX y que causó millones de muertos. En la provincia china de Yunnan las cosechas se perdieron completamente y la población acabó comiendo arcilla. Para cuando los precios se recuperaron, los campesinos de la región cambiaron la siembra de cereales por la más rentable siembra de opio, dando origen a lo que hoy se conoce como “Triángulo de oro”. De hecho, a mediados del siglo XIX esta región era la mayor productora del mundo. También en China, el hambre y el frío provocaron la deserción masiva de los reclutas del ejército.

Por aquel entonces no se tenía una ciencia meteorológica demasiado avanzada, por lo que se atribuía la situación a la cólera de Dios. Muchos veían en las muertes, el hambre y el frío las señales de un inminente apocalipsis por haberse apartado de la religión. En todo el mundo se instaló un pesimismo generalizado y una falta de esperanza en lo que habría de venir. Era el caldo de cultivo perfecto para predicadores y charlatanes. No en vano, fue en esa época cuando Joseph Smith, huyendo del hambre en Vermont, tuvo su famosa visión que dio lugar al nacimiento de la religión mormona.

Pero no todo fue destrucción en el año sin verano. También se produjeron explosiones creativas que enriquecieron el arte y la cultura humana. Así, por ejemplo, se dice que durante el frío año de 1818 se estropeó el órgano de la iglesia de San Nicolás en Oberndorf, Austria. El sacerdote Joseph Mohr quería música para celebrar la misa del gallo y le pidió a Franz Gruber que compusiera una melodía para la letra de un poema que había compuesto en 1816 y la tocara con la guitarra. Así fue como nació el villancico más famoso de todos los tiempos: “Stille Nacht, Heilige Nacht” (“Noche de Paz, Noche de Amor”).

En el terreno científico también hubo noticias que reseñar. En Alemania, la falta de avena para alimentar a los caballos pudo haber inspirado al inventor alemán Karl Drais el estudio de nuevas formas de transporte sin animales, inventando la dresina o velocípedo, que fue el ancestro de la actual bicicleta y un paso más hacia el transporte personal mecanizado. Asimismo, las noticias de la escasez de hielo en el Polo Norte propiciaron que el Almirantazgo británico enviara expediciones para encontrar el mítico paso del noroeste. El problema fue que se tardó tanto en organizar dichas expediciones que para cuando llegaron los hielos habían vuelto a su nivel habitual y no pudieron abrirse camino.

Por lo que respecta a la pintura, el mejor legado que nos queda es el de William Turner. Conocido como el pintor de la luz, se especializó en paisajes y se le considera el precursor del impresionismo. Se cree que los intensos atardeceres de 1815 y 1816 inspiraron parte de su obra, en la cual refleja el poder de la naturaleza sobre el ser humano. Muchas veces se ha afirmado erróneamente que las veladuras típicas de sus cuadros se debían a un defecto en la vista del pintor, cuando en realidad Turner se limitaba a reflejar los tonos del cielo que recordaba de aquellos atardeceres que había presenciado en su juventud.

Sin embargo, la consecuencia artística más famosa de este año sin verano se produjo en una casa cerca de Ginebra, a orillas del lago Leman, llamada “Villa Diodati”. Allí se encontraban veraneando varios escritores que, aburridos por el mal tiempo y las lluvias incesantes, hicieron la apuesta de contarse cada noche historias de terror. Entre los ocupantes de la villa estaban Lord Byron, el poeta Percy Shelley y su amante Mary Godwin (posteriormente Mary Shelley). De aquellas veladas nacieron el poema “Oscuridad”, de Byron, o el relato “El vampiro”, de William Polidori, que sirvió de inspiración al posterior “Drácula” de Bram Stoker. Pero sin duda la obra cumbre de aquellas veladas fue el relato llamado “Frankenstein o el moderno Prometeo”, de Mary Shelley, una de las cumbres de la literatura universal, y sin duda una de las mejores novelas de terror de todos los tiempos.






miércoles, 13 de junio de 2018

AMAZONAS GUERRERAS





AMAZONAS GUERRERAS




Antes de nuestra era, el papel de la mujer en la milicia siempre fue testimonial, reducido a tareas auxiliares, excepto en un puñado de casos exóticos. Son conocidos los casos de la reina guerrera Nzinga de Matamba, en la Angola del siglo XVII, que bebía la sangre de los portugueses y tenía un harén masculino; o las cuatrocientas guardias femeninas de Mongkut, el rey de Siam. Pero, sin duda, las más famosas fueron las amazonas de Dahomey, que pagaron con sus vidas el alarde de valor que demostraron en el campo de batalla ante la Francia colonial.
Cuenta Diodoro Sículo en su Biblioteca histórica que trece amazonas acudieron a Troya para ayudar a defender la ciudad del famoso asedio aqueo y fueron cayendo a manos de los grandes héroes que protagonizaron aquel episodio: Áyax, Idomeneo, Diomedes… Quien más se fajó en ello fue Aquiles, que acabó con la mitad de ellas: Polemusa, Antandra, Hipótoe, Harmótoa, Antíbrota y, finalmente, la propia Pentesilea, hija del dios Ares y la reina amazona Otrera, y hermana de Hipólita, otra soberana célebre porque Hércules le arrebató su cinturón para entregrárselo a Admete, la hija de Euristeo, en el que fue su noveno trabajo.
La importancia que dieron los griegos a las amazonas como sus antagonistas míticas terminó por traer su aceptación en clave histórica, de manera que todos los autores helenos daban por real a aquel insólito pueblo. Heródoto, que las llamaba Andróctonas (o sea, “asesinas de varones”), situaba su país entre Escitia y Darmacia mientras Filóstrato lo hacía en el sur de la actual Turquía, Procopio las llevaba hasta el Cáucaso y Amiano al río Don; para Esquilo eran escitas de origen, trasladadas al norte de Asia Menor.
Esa presunta historicidad avalada por los clásicos, a pesar del escepticismo manifestado por Estrabón, hizo que la leyenda fuera asumida como cierta también en la Edad Media, algo en lo que colaboró la fantasía de Marco Polo al hablar de una isla habitada exclusivamente por mujeres que mantendrían contacto cada primavera con los varones de otra cercana, exclusivamente masculina. Fue la llegada del Renacimiento la que empezó a poner en duda su existencia, si bien el tema era demasiado jugoso como para que los literatos y artistas lo dejaran escapar en una época caracterizada precisamente por la recuperación de la iconografía clásica greco-romana.
Así, poemas, pinturas, esculturas y obras de todo tipo consolidaron el arraigo del mito, especialmente en la mente popular, de forma que cuando se descubrió el Nuevo Mundo los conquistadores españoles identificaron amazonas por todas partes cuando veían a mujeres indígenas esgrimiendo armas. Lo hicieron Colón con las caribes de la isla de Matinino, Cortés con las mujeres de otra isla de la provincia mexicana de Cihuatán, Vázquez de Coronado con las biritecas del reino costarricense de Coctú y, sobre todo, Orellana con las que les asaetearon cuando descendía por el Marañón (al que se renombró Amazonas por eso).
De hecho, no sólo fueron los españoles los que creyeron ver esa encarnación americana de la leyenda, ya que el alemán Ulrico Schmidl reaccionó igual con las indígenas de la Cuenca de la Plata y Walter Raleigh con las de la Guyana. Es decir, las amazonas siempre se localizaban en los confines del mundo civilizado por lo que, al margen de que la arqueología haya confirmado ciertas bases reales (las mujeres sármatas y escitas solían participar en la guerra y a menudo buscaban pareja en pueblos vecinos), no es de extrañar que el descubrimiento de un cuerpo militar femenino en el África subsahariana terminara asimilado por los exploradores blancos con el mito griego.
Ocurrió en Dahomey, un estado situado en la franja litoral de la actual República de Benín donde habitan los yoruba, etnia que abarca buena parte de la región oeste del continente y constituye también un importante porcentaje de la población de Nigeria, Togo y Sierra Leona, pero también otras etnias que formaban un complejo e inestable puzzle; en Dahomey predominaban los fon. El Reino de Dahomey, nombre que deriva de Abomey o Abomé, una ciudad bautizada así por la muralla (agbomé) que la rodeaba, fue creciendo poco a poco a partir del mandato del rey Aho, que lo dotó de estructuras de estado. Entre ellas un eficaz ejército que permitió su independencia y expansión.
Sin embargo, la escasez de guerreros disponibles que se encontraron sus sucesores para poder garantizar su privilegiada situación y afrontar la enorme superioridad numérica de los yoruba llevó a uno de ellos, Agadja, que reinó entre 1708 y 1732, a crear un cuerpo de mujeres guerreras que heredó las funciones que antes desempeñaba el gbeto, una unidad de cazadoras de elefantes impulsada por su padre Houegbadja, el tercero de la dinastía, unas décadas atrás. Las féminas de Agadja realizaban labores de guardia personal, aunque en 1724 también participaron en la guerra contra Allada y en 1727 en la conquista de Savi, la capital del vecino Reino de Whydah, que fue anexionado.
Por aquella época ya había europeos comerciando en la zona, fundamentalmente con esclavos pero también con otros productos, lo que llevó a Dahomey a una gran prosperidad económica. Fueron los blancos quienes dejaron testimonio de la contienda con Whydah y de aquel insólito grupo de guerreras armadas con mosquetes a las que, inevitablemente, llamaron amazonas, aunque ellas se autonombraban Ahosi o Mino, que significan respectivamente “Esposas del Rey” y “Nuestras madres” en la lengua fon (un subgrupo del gbe, el cual se extiende desde el este de Ghana al oeste de Nigeria y aglutina una veintena de dialectos).
Ahora bien, frente a la buena marcha de la economía había algunos problemas. Uno de ellos estaba en las dificultades demográficas, que obligaban al rey a establecer un control de natalidad positiva que compensase los sacrificios humanos y las pérdidas en combate. Peor aún fue cuando el imperialismo de Dahomey se estrelló contra Oyo, otro reino yoruba del sudoeste de Nigeria, por el control del negocio esclavista. La debacle fue de tales proporciones que hubo que pactar un vasallaje y pagar un tributo anual, una parte simbólica en esclavos (41 jóvenes y 41 doncellas) y otra, más práctica, en mercaderías.
Llegó entonces una fase de decadencia, agudizada porque los sucesores de Agadja convirtieron el esclavismo en monopolio real justo cuando se produjeron la Guerra de Independencia estadounidense y la Revolución Francesa, que redujeron la demanda considerablemente agravando el descenso de actividad de las factorías costeras. La subida al trono de Ghézo en 1818 constituyó un golpe de timón porque resultó ser un estadista de primera que reformó la administración, introdujo un nuevo producto de interés para los extranjeros, el aceite de palma, y recuperó el negocio esclavista gracias al final de los conflictos antes señalados, si bien ya no alcanzaría las proporciones de antaño porque la Royal Navy patrullaba las aguas persiguiéndolo.
Ghézo también emprendió una política militarista que le permitió liberar a Dahomey del dominio de Oyo e iniciar una serie de conquistas que doblaron el número de habitantes sobre los que gobernaba, pasando a dos millones; por eso se conoció a su reino como la Esparta Negra. Evidentemente, para ello fortaleció el ejército, dotándolo de mejor equipamiento, organizándolo en regimientos con nombres propios y creando un ceremonial militar como en los de Europa. Y parte de esa tropa la componían las Mino, reclutadas a veces entre mujeres cautivas extranjeras (como pasaba también con los hombres) pero sobre todo entre las libres dahomeyanas.
El nombre de Ahosi, que antes veíamos que significaba “Esposas del Rey”, hacía referencia a que muchas de ellas integraban el harén real, en el que figuraban cientos de consortes. En suma, el sistema de reclutamiento incluía tanto a voluntarias como a forzadas; en plan anecdótico se puede reseñar que entre esas últimas había a veces mujeres cuyos maridos o padres las habían denunciado por algún comportamiento inadecuado -agresividad sobre todo-, de ahí que algunas entraran en esa milicia ya en la infancia, a veces a edades tan tempranas como los ocho años.
Eso sí, formar parte de aquel cuerpo implicaba la renuncia a la vida matrimonial -aún cuando siguieran siendo consortes del rey- y a tener descendencia; de hecho las que ingresaban de pequeñas solían conservar la virginidad. A cambio realizaban un intenso entrenamiento con ejercicios físicos, técnicas de supervivencia, resistencia al dolor (físico y psicológico) y tácticas bélicas, tanto ofensivas como defensivas. Practicaban el asalto a posiciones pisando ramas de acacias (este tipo de árbol posee agudas espinas) para endurecer la piel de los pies y se encargaban de ejecutar personalmente a los prisioneros para insensibilizarse emocionalmente, parece ser que, en efecto, no tenían piedad y mostraban una crueldad especial.
Por supuesto, las Mino gozaban de un estatus socioeconómico privilegiado (Sir Richard Burton contó que tenían cincuenta esclavos cada una y en sus paseos siempre iban precedidas por uno que agitaba una campanilla para que la gente le dejara paso, pues tocarlas implicaba pena de muerte) que les permitía también el acceso a puestos de influencia política. Así, sus jefas eran miembros del Gran Consejo y tomaban parte en las decisiones. Esta abigarrada mezcla de disciplina, belicosidad, prestigio y ascetismo les confería un carácter misterioso, casi sagrado, que entroncaba con la fe de la etnia fon (la mayoritaria en Dahomey) en el vudú, la religión animista común que compartía con otras etnias como la ewe, la mina y la kabye (que habitaban áreas de las actuales Ghana, Benín y Togo).
Esa impresión que causaban en el pueblo se incrementaba con los vistosos desfiles que hacían por las calles o la ceremonia anual de juramento de fidelidad al rey, en que sacaban a lucir sus mejores galas y exhibían el armamento occidental que utilizaban, que en la segunda mitad del siglo XIX incluía ya rifles de repetición Winchester, aparte de sus armas blancas tradicionales (a mediados de esa centuria recibieron uniformes y equipos daneses que les dieron un aire aún más impresionante a ojos de la población). El misionero italiano Francesco Borghero dejó escrito que esos eventos solían incluir batallas simuladas en las que las Mino representaban el asalto a un fuerte y capturaban a sus defensores.
Un tercio del ejército de Dahomey estaba formado por estas amazonas; en números, entre un millar y seis mil efectivos (las cifras fueron reduciéndose con el tiempo) que en la práctica constituían la guardia real, a su vez subdividida en tres unidades, una central y dos de flanco. Eso no quiere decir que fueran invencibles, claro, y se apuntaron una derrota en la incursión que intentaron contra Abeokuta, una ciudad situada en el actual estado nigeriano de Ogun que había sido fundada en 1825 en un macizo rocoso para que los pueblos de los alrededores pudieran refugiarse eventualmente de las razias esclavistas.
Los pueblos originales de Abeokuta eran de etnia egbe, prófugos del reino de Oya que, a esas alturas, se estaba desmoronando; pero luego se les unieron otros yoruba. El caso es que ocupaban una región estratégica para el comercio de aceite de palma, así que constituían una molestia para Dahomey, que trató de eliminarlos en 1851 tomando la ciudad. Lamentablemente, se encontró que ésta era casi inexpugnable, que los egbe obtenían la ayuda de misioneros y además disponían de armamento moderno adquirido a los británicos, con lo que las huestes del rey Ghézo, Mino incluidas, fueron estrepitosamente derrotadas en 1851. Dahomey encajaría un nuevo fracaso en una segunda tentativa, en 1864.
El final de las amazonas llegó, como cabía esperar, a manos de los europeos; franceses, para ser exactos, que fueron quienes colonizaron esa parte de África. La facción de las Mino era partidaria de estrechar relaciones con Inglaterra basándose en que ese país se centraba en el comercio de aceite de palma al proscribir y perseguir la esclavitud, pero otros pueblos de la región prefirieron ponerse de parte de la bandera tricolor. Se reprodujo así en aquel continente lo que un siglo antes había pasado en América del Norte, cuando las tribus indias se vieron envueltas en la Guerra los Castores que mantenían Londres y París por el control de aquel territorio.
En 1890 el rey Béhanzin declaró la guerra a los galos después de que éstos fundaran un protectorado en Porto Novo, un vasallo de Dahomey, amenazando los intereses económicos del reino. Cuando los dahomeyanos protestaron al gobernador, éste, en un alarde de arrogancia, mandó arrestar a sus dirigentes y así se encendió la chispa. El ejército del rey se dedicó a destruir las palmeras y Francia tuvo que negociar: veinte mil francos anuales a cambio de permitir la apertura de una factoría aceitera. Pero Béhanzin usó el dinero para comprar a los vecinos alemanes miles de rifles de repetición, grandes cantidades de municiones, granadas, ametralladoras e incluso cuatro cañones Krupp.
Su objetivo no eran los franceses sino defenderse de los vecinos pero, en cualquier caso, se trataba de un peligroso panorama que los colonizadores no podían dejar pasar; así, aprovecharon un incidente menor en 1892 para iniciar una campaña. Aunque estaban en inferioridad numérica (dos mil hombres frente a los doce mil contrarios) en la batalla de Cotonou los legionarios no sólo se impusieron sino que causaron graves daños al enemigo: dos mil muertos y tres mil heridos frente a sólo setenta y siete bajas galas. Incluyendo a casi todas las amazonas, después de que cargaran cuchillo en mano contra los soldados; y eso que éstos dudaron entre tirar a matar o sólo a herir, lo que les costó algunos caídos.
Dos años más tarde, en Adegon, durante una segunda campaña por la negativa del rey a aceptar el pago de una indemnización y entregar las armas, las Mino fueron aleccionadas para centrar su ataque en los oficiales pero nuevamente fracasaron -únicamente mataron a seis- y las bayonetas acabaron con cientos de ellas; a pesar de su audacia y valor, ensalzado por los propios soldados, resultaron inútiles contra tropas coloniales. Aquella guerra supuso el final del Reino de Dahomey, que pasó a ser un protectorado.
Se cuenta que la última de las cincuenta supervivientes de aquel peculiar cuerpo fue una mujer llamada Nawi que afirmaba haber combatido en Cotonou y vivió más de cien años, hasta 1979.