NORTON I emperador de Estados Unidos y protector de Mexico
Hay algunos cuya experiencia -aún siendo exitosa a veces- no consiguió pasar de la categoría de anécdota curiosa y a menudo estrambótica, como los del papa Luna, Pedro Bohórquez, el Pastelero de Madrigal o la princesa Caraboo.
Ahora bien, pocos alcanzaron el nivel inaudito de Joshua Abraham Norton, quien a mediados del siglo XIX se autoproclamó ¡Emperador de EEUU y Protector de México!
El 10 de enero de 1880 San Francisco acogió un funeral multitudinario con la asistencia de unas treinta mil personas que formaban un cortejo de casi cinco kilómetros. La prensa publicó extensos obituarios, así como artículos contando la vida del finado, y el establishment local presentó sus respetos.
Incluso al día siguiente se produjo un eclipse de sol, como si el astro rey también quisiera mostrar condolencias. Paradójicamente, el fallecido había muerto en la ruina y tuvo que ser una asociación de empresarios la que costeara los gastos del sepelio junto con un ataúd digno, pues al principio le habían puesto en uno de madera barata.
Algo impropio de todo un emperador, sin duda, pues tal era la categoría del muerto, el citado Norton; probablemente el primero en darle el sentido actual a la palabra freaky.
Poco se sabe de la juventud de Joshua Abraham Norton, ya que no era de familia aristocrática precisamente. Se cree que nacería en torno a 1815, según se deduce de la inscripción de la placa de su féretro («[muerto] a la edad de 65 años»), pero otras fuentes (registros de pasajeros navales, fichas de la asociación de empresarios…) proponen fechas alternativas.
Lo que sí es cierto es que, aunque probablemente era originario de un extrarradio de Londres llamado Deptford -hoy absorbido por la capital-, la mayor parte de su vida temprana la pasó en Sudáfrica, a donde sus padres -comerciantes judíos- emigraron en 1820 al amparo del plan de colonización británico dictado ese año.
Tras morir sus progenitores, Joshua se embarcó hacia esa tierra de promisión que eran los jóvenes EEUU en la Franceska y recaló en San Francisco el 23 de noviembre de 1849.
Con él llevaba la herencia de su padre, cuarenta mil dólares americanos, gracias a los cuales pudo empezar una nueva vida en negocios como el mercado de materias primas y especulación inmobiliaria que le proporcionaron una posición bastante acomodada, de manera que a finales de 1852 se había convertido en uno de los hombres más prósperos de la ciudad.
Aún no había terminado ese año cuando vio lo que consideró una oportunidad única: la hambruna por la que pasaba China -que impulsaría una fuerte ola migratoria precisamente a San Francisco- hizo que el país oriental prohibiera la exportación de arroz, de manera que el precio de éste se disparó en EEUU.
Norton se enteró de que el buque Glyde regresaba de Perú trayendo un ingente cargamento de arroz (noventa y un mil kilogramos) y lo compró íntegro por veinticinco mil dólares con la idea de acaparar el mercado y venderlo a mayor coste aún, ya que previamente también había adquirido todas las existencias que encontró.
Lamentablemente para él, tras el Glyde llegaron otros navíos desde el país andino con el mismo cargamento y la esperada subida de precios no sólo no se produjo sino que, al contrario, se desplomaron.
Norton se encontró con que nadie pagaba por su mercancía y aunque intentó paliarlo demandando al proveedor con el argumento de que el producto no tenía la calidad prometida, el juicio se prolongó cuatro años y al final la Corte Suprema de California falló contra él. Endedudado, le embargaron sus propiedades, tuvo que declarar la quiebra en 1858 y dejar la ciudad, viviendo únicamente de un subsidio.
Aquella nefasta experiencia le afectó mucho; tanto que, a tenor de su comportamiento posterior, puede decirse que prácticamente perdió la razón.
Disconforme con la sentencia, de pronto consideró que las instituciones judiciales y políticas del país no satisfacían los intereses de sus ciudadanos, así que el 17 de septiembre de 1859, ya de regreso en San Francisco, envió una inaudita carta a todos los periódicos con la siguiente declaración:
“A petición, y por deseo, perentorio de una gran mayoría de los ciudadanos de estos Estados Unidos, yo, Joshua Norton, antes de Bahía de Algoa, del Cabo de Buena Esperanza, y ahora por los pasados 9 años y 10 meses de San Francisco, California, me declaro y proclamo emperador de estos Estados Unidos; y en virtud de la autoridad de tal modo investida en mí, por este medio dirijo y ordeno a los representantes de los diferentes Estados de la Unión a constituirse en asamblea en la Sala de Conciertos de esta ciudad, el primer día de febrero próximo, donde se realizarán tales alteraciones en las leyes existentes de la Unión como para mitigar los males bajo los cuales el país está trabajando, y de tal modo justificar la confianza que existe, tanto en el país como en el extranjero, en nuestra estabilidad e integridad.
NORTON I, Emperador de los Estados Unidos”.
NORTON I, Emperador de los Estados Unidos”.
Así empezaba un reinado tan insólito como duradero (veintiún años), empezando enseguida a promulgar decretos. El primero, emitido al mes siguiente, abolía el Congreso de EEUU por fraude y corrupción, invitando a sus miembros a reunirse con él en el Platt’s Music Hall para alcanzar un acuerdo; como obviamente no se presentaron, lanzó otra orden destituyéndolos por violar el edicto anterior e instando al ejército a desalojar el Congreso.
Pese a que, como cabía esperar, las fuerzas armadas tampoco le obedecieron, a lo largo de la década siguiente continuó legislando; en un ejercicio de realpolitik reautorizó el Congreso pero suprimiendo los dos grandes partidos (Republicano y Demócrata), estableció una multa de veinticinco dólares al que se empeñara en llamar Frisco a San Francisco (era y sigue siendo el diminutivo popular) y se proclamó Protector de México por la “incapacidad de los mexicanos para regir sus propios asuntos”.
No todas sus iniciativas eran grotescas; algunas tenían una base razonable que con el tiempo incluso se convertirían en realidad, como la creación de una Liga de Naciones (antecedente de la ONU), la construcción de un puente que salvara la bahía de San Francisco (se hizo el San Francisco-Oakland Bay Bridge al que, por cierto, alguna vez se ha propuesto rebautizar como Norton Bridge) o la exigencia de que todas las instituciones religiosas nacionales dejaran de rivalizar entre sí (y de paso, que le reconocieran emperador).
Asimismo, cuando estalló la Guerra Civil invitó a los presidentes de Norte y Sur, Abraham Lincoln y Jefferson Davies, a reunirse con él como mediador; viendo que no le hacían caso ordenó una tregua que tampoco se materializó.
Esa vocación de intentar arbitrar la llevó a la práctica en otras circunstancias más directas, como cuando se interpuso en el intento de linchamiento de unos emigrantes chinos por parte del populacho, logrando que éste se se dispersara tan sólo entonando un himno religioso y exhortando a amar al prójimo.
Y es que su figura era conocida por todos, ya que solía recorrer las calles luciendo un uniforme azul con charreteras doradas que le había donado el ejército y un singular gorro de castor con pluma de pavo real, además de bastón o paraguas; de hecho, su vestuario se debía a una subvención municipal obtenida después de quejarse vía prensa de que su raído guardarropa era indigno de su condición imperial, agradeciendo la donación con la concesión de títulos nobiliarios a los responsables.
Como se aprecia, Norton I era visto con mucha simpatía por los ciudadanos de San Francisco, que lo consideraban algo suyo porque demostraba interesarse por sus asuntos: en sus paseos, siempre acompañado de dos perros vagabundos adoptados (Bummer y Lazarus), revisaba el estado de las aceras y otros equipamientos urbanos, inspeccionaba el alcantarillado, comprobaba las frecuencias de paso de los autobuses, controlaba el tiempo que tardaba en aparecer la policía cuando se requería su presencia, etc.
Hablando de policía, cuando un agente le arrestó ya bien entrado su mandato, en 1867, acusándole de desorden mental, el jefe ordenó su inmediata puesta en libertad; por supuesto, Norton demostró su grandeza imperial perdonando al policía y con ello se ganó el respeto de todo el cuerpo, cuyos integrantes saludaban marcialmente a su paso.
Se trataba, pues, de un personaje muy popular al que los restaurantes invitaban a comer -junto con sus perros- para poder poner a la entrada placas de latón indicando que habían tenido como cliente a un emperador (una vez no le invitaron en un tren y se convirtió en un escándalo que obligó a la compañía a rectificar y pedir disculpas públicamente).
Asimismo, le reservaban asiento en todos los espectáculos y en todas las iglesias (iba a una distinta cada domingo para contentarlas a todas).
Es más, Norton I emitió una tirada de sellos que tuvo gran éxito e incluso emitió su propia moneda (en billetes de cincuenta centavos y diez dólares que hoy son preciados artículos de coleccionista), con la que sufragaba sus gastos; por increíble que parezca, los comerciantes los aceptaban, igual que aceptaban los pequeños impuestos de pocos centavos que les imponía, porque luego el Ayuntamiento validaba los billetes haciendo gala de un extraordinario sentido del humor.
Y es que institucionalmente también se optó por esa vía, quedando Norton inscrito en el censo nacional de 1870 con la profesión de Emporer (se supone que un error de escritura por Emperor) junto a su dirección de 624 Commercial Street. Allí tenía domiciliada la corte imperial, en la sencilla habitación de una pensión decorada con retratos de la reina Victoria, con la que se rumoreó que planeaba casarse (aunque se dice que sí llegó a cartearse con ella).
También se decía que era amigo de Pedro II, emperador del Brasil, e hijo secreto de Napoleón III. Era inevitable esa leyenda sobre leyenda, hasta tal punto que se cree que algunas de sus leyes no las dictó él de verdad sino que se trataba de añagazas de los periódicos para vender más ejemplares, tal cual pasaría en Londres con las cartas de Jack el Destripador.
Su perros fueron muriendo y él, que les dedicó fastuosos funerales contratando al mismísimo Mark Twain para escribir los epitafios, se quedó solo. La noche del 8 de enero de 1880 paseaba frente a la iglesia de Ols T. Mary para asistir a una conferencia cuando se desplomó en el suelo, víctima de un ataque de apoplejía.
Falleció antes de que llegara un médico. “Le Roi est mort” publicó al día siguiente en titulares el San Francisco Chronicle, mientras The Morning Call anunciaba en primera plana “Norton I, por la gracia de Dios Emperador de estos Estados Unidos y Protector de México, ha dejado esta vida”.
Fue entonces cuando se esclareció otro de los bulos que corrían sobre él: la fortuna que se decía que guardaba en casa no existía y era bastante pobre. Apenas se encontraron unos pocos dólares, una colección de bastones, un sable y el vestuario.
También había cartas escritas para la soberana británica, un telegrama falso del zar Alejandro II felicitándole por su inminente matrimonio con ella, antiguas acciones de una mina de oro y un puñado de bonos imperiales con un interés del siete por ciento que solía vender a los incautos turistas.
No extraña que se ganase como necrológica la misma frase que dijera el jefe de policía: «El Emperador Norton no mató a nadie, no robó a nadie, no se apoderó de la patria de nadie. De la mayoría de sus colegas no se puede decir lo mismo.»
Fue enterrado en el Cementerio Masónico, si bien más tarde, en 1934, ese camposanto se trasladó a Woodlaw y con él sus restos mortales. Su memoria prevalece gracias a relatos, entre otros, de Mark Twain (que lo reseña en Las aventuras de Huckelberry Finn) y Robert Louis Stevenson (en Los traficantes de naufragios, aparte de que su hija le conoció personalmente) y parece que en 2018 la ciudad de San Francisco celebrará por todo lo alto el bicentenario de su nacimiento.
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