sábado, 20 de mayo de 2017

MARTIN ALVAREZ GALAN SOLDADO ESPAÑOL EXTREMEÑO





MARTIN ALVAREZ GALAN SOLDADO ESPAÑOL EXTREMEÑO



¡LA BANDERA NO SE ARRÍA!
La vida de D. Martín Álvarez Galán. Cabo de Granaderos de La Real Armada. Héroe de España.

Nacido en la villa de Montemolín, provincia de Badajoz, en la vieja y valerosa Extremadura, la tierra de Cortés, de Balboa, de Pizarro y de tantos otros hombres irrepetibles.
Nació pobre, vástago de un humilde carretero y de una hija de soldado, que le contaba a su retoño las historias que su padre, mutilado de guerra, había vivido durante la Guerra de Sucesión española.

Su vida transcurría sin más anhelo que el de convertirse en soldado, pero su vocación castrense se veía impedida por la responsabilidad de mantener en funcionamiento el negocio que daba de comer a su familia, ya que tras morir su padre, Martín, había continuado el oficio de su progenitor, además desde hacía poco tiempo cortejaba a una muchacha de su pueblo.
Sin embargo Martín no era bien visto por la familia de la chica, así que, aprovechando uno de los numerosos viajes que el joven debía realizar por su oficio de arriero, casaron a la moza con el molinero, que era más rico y mucho mejor partido.
Martín quedaría desolado y encima, para colmo de males, su madre fallecería a los pocas semanas.

A Martín Álvarez ya nada le ataba a su pueblo, así que deprimido y cabizbajo, decide emigrar a Sevilla con la intención de alistarse en el Ejército y cumplir con su sueño de convertirse en soldado.
En la ciudad del Guadalquivir encuentra su destino cuando se topa, casi de bruces, con los reclutadores de la Real Armada.

El Cuerpo tenía destacamentos en casi todas las capitales de provincia y los infantes y marinos iban siempre muy erguidos, vestidos de punta en blanco con sus casacas azul turquí de solapas encarnadas, el calzón azul y las charreteras doradas.
Los captadores contaban las maravillas que se encontrarían los reclutas si entraban a servir en la gloriosa Infantería de Marina, que era hacerlo en la mejor y más antigua del mundo.

Corría el mes de abril del año mil setecientos noventa cuando Martín ingresa como soldado en la Tercera Compañía del Noveno Batallón de la Infantería de Marina, tenía veinticuatro años.
Pasado el periodo básico de instrucción y el obligatorio servicio en los Arsenales de la Armada, el soldado Álvarez embarcaría en el navío de setenta y cuatro cañones: “Gallardo”, con el que zarpa de inmediato con rumbo a Tolón.

Cuando llega la expedición la ciudad ya había caído en poder de la coalición hispano-británica -que cosas más raras se habían visto- y Federico Gravina hacía las funciones de Gobernador.
El “Gallardo” y su dotación participarán en el desalojo de los franceses que ocupaban las islas de San Pedro y de San Antíoco, situadas al sur de Cerdeña y que eran el último reducto francés.
El soldado Martín empezaría a adquirir fama entre sus oficiales y compañeros de honrado y valiente.
Cumplida la misión el barco regresaría sin contratiempos a Cartagena.

Para el año mil setecientos noventa y cuatro el soldado Álvarez aparece en el rol del navío “San Carlos”. Siguiendo las vicisitudes de cualquier marino de su tiempo forma parte de la dotación de los navíos: “Santa Ana” y “Príncipe de Asturias”.
Ambos dos magníficos ejemplos del poderío naval español que fabricaba barcos de tres puentes y ciento doce cañones.
Dos auténticas bellezas del mar.

El primero de febrero de mil setecientos noventa y siete es destinado al navío de setenta y cuatro cañones: “San Nicolás de Bari”.
El navío español formaba parte de la escuadra del almirante Córdova. Martín Álvarez ocupó su puesto, uno más dentro del barco, un soldado anónimo que pronto se ganaría la gloria y la fama.

El catorce de febrero de mil setecientos noventa y siete es una fecha negra en el calendario de la Real Armada.

Aquel día, cerca del Cabo de San Vicente, una escuadra mandada por el almirante Jervis y en la que embarcaba un desconocido, o casi, Horacio Nelson, atacó sin miramientos a la escuadra española. Los nuestros, para qué engañarnos, no hilaron muy fino aquel día.
La escuadra estaba muy mal posicionada, tripulada por levas forzosas y escoria de los puertos, con los oficiales sin cobrar desde tiempos de los Austrias y además un jefe que escoraba a acojonado y que buscaría el viento que le llevaba a Cádiz antes que el barlovento del enemigo.
Así que los britis nos dieron la del pulpo o la del calamar, que en el mar ya se sabe.

También, como casi siempre, la valerosa y suicida actuación de unos pocos nos salvarían el honor y la dignidad.

Uno fue Cayetano Valdés.
Al mando del navío “Pelayo” ordenó abarloarse su barco al “Santísima Trinidad”, que había arriado su bandera, para avisar al almirante de que tenía dos opciones: o izar el pabellón en la toldilla o hundirse con el navío que él mismo mandaría al fondo antes de dejarlo caer en manos de los ingleses.
El “Trinidad” era el más grande, poderoso y hermoso navío que surcaba los mares y era, como es natural, la pieza más codiciada por los ingleses que, solamente gracias a don Cayetano y su par de pelotas, no lograrían llevárselo.

El otro hombre que nos salvó el honor aquel día era un simple granadero, Martín Álvarez Galán se llamaba.

Su navío, el “San Nicolás de Bari”, había peleado bravamente y cañoneado con el enemigo sin descanso.
Hasta que la novísima táctica de Nelson -el famoso "touch", o sea, navíos que iban pasando en línea uno tras otro contra el contrario soltando andanadas mortales- dejaron al “San Nicolás” sin gobierno, desmochado, la cubierta, el alcázar, la toldilla y el castillo arrasados, la sangre chorreando por los imbornales y esperando, los que quedaban vivos, el inminente abordaje de los ingleses.

El Capitán Geraldino había muerto y el segundo al mando también, casi toda la tripulación estaba herida pero, a pesar de ello, los supervivientes dieron la bienvenida al trozo de abordaje como se merecía.
La lucha fue feroz y sin cuartel sobre las ya ensangrentadas tablas del “San Nicolás”.

En la toldilla, al cuidado de la bandera, estaba el soldado Martín Álvarez.
Había recibido la orden de su capitán, un poco antes de morir éste, de que la bandera no se arriaba:

- Clavada está, Álvarez...
- Lo que usted mande mi Comandante...

Y allí estaba Martín, el antiguo carretero que no sabía leer ni escribir pero que conocía sobradamente cual era su deber y su obligación.
Lo podía sentir dentro de las tripas cuando contemplaba la sangre de sus compatriotas bailando sobre las tablas del navío.
A su espalda el trapo rojo y gualda flameaba acribillado al viento.

Por eso al primer inglés que se le arrimó gritando -Martín no sabía ni papa de inglés- “capituleisión...”, o algo parecido, lo ensartó contra un mamparo con tanta fuerza que al inglés se le quedaron para siempre los ojos como platos y a Martín el sable empotrado contra la dura madera del “San Nicolás”.

Una turba de enemigos se abalanzó sobre Martín, que agarrando un mosquete por el cañón y usándolo como terrible maza, le parte la cabeza al oficial, rubito y guapetón, que encabezaba el grupo que le atacaba y que pretendía hacerse con la bandera:

- ¡Lest, go, go, go...! - iba gritando, y de repente... ¡Crack!, los sesos esparcidos al aire del atlántico.

Al granadero español y a su bandera no había inglés que se arrimase...
Así que entre algunos infantes y de lejos lo tienen que acribillar a tiros.

Los ingleses, por fin, -¡qué trabajito nos ha costado, Richard...!- logrron hacerse con lo que quedaba del "San Nicolás", que la verdad no era mucho.
De inmediato empezaron con las labores de limpieza.
Labores que no consistían más que en desembarazar el barco de todo lo que le estorbase, o sea, los palos desmochados y la jarcia destrozada además de arrojar por la borda a los muertos.
Los cuerpos se tiraban sin demasiado trámite pues en la mar el tiempo es oro y en combate más todavía.

Entonces le llegó el turno al cadáver del granadero español y Horacio Nelson, en un gesto que le honra, cargado de la hidalguía y la nobleza del guerrero que respeta al enemigo valeroso, ordenó que el cuerpo de aquel valiente soldado español fuese envuelto con la bandera que tan bravamente había defendido.
¡Con dos cojones, Sir Horatio!

Entonces, ¡milagro!, resultaba que la dura encina extremeña todavía conservaba un hilo de vida.
Los ingleses le llevaron al hospital de Lagos en el que Martín, poco a poco, se repuso de sus heridas.
Una vez recuperado sería trasladado a España con toda la admiración y el respeto de la Armada Real Inglesa.

Martín será llamado como testigo en el consejo de guerra que se hizo a consecuencia de la batalla. Afirmando que el “San Nicolás” no fue rendido sino tomado a sangre y fuego:

“...Pues sin quedar ningún español a bordo mal pudo haberse rendido...”- declaró.

En el año mil setecientos noventa y ocho sería ascendido al empleo de Cabo y se le asignaría una pensión vitalicia de cuatro escudos mensuales en premio a su hazaña. Es destinado al navío “Purísima Concepción”, de la escuadra de Mazarredo que salía con rumbo a la ciudad de Brest.


Durante la travesía nuestro héroe sufre una aparatosa caída desde la jarcia que le deja muy mal herido.
Convaleciente en el puerto la tuberculosis le invade los pulmones y en el mes de febrero del año mil ochocientos y uno moría a la edad de treinta y cinco años.

Faltaban cuatro para Trafalgar...

Si tienen vuestras mercedes la oportunidad de visitar Gibraltar, allí pueden ver un cañón de bronce que pertenecía al “San Nicolás de Bari”.
En dicho monumento hay una placa que reza:

¡Hip, Captain...!, ¡Hip, Nicolás...!, ¡Hip, Martín Álvarez...!

Además, que para estas cosas los ingleses guardan la memoria mucho mejor que nosotros, en el Museo Naval de Londres, conservan y admiran un viejo sable español.
El mismo que había dejado, ensartado contra las tablas de un navío que se negaba a rendirse, a uno de sus compatriotas.

Un sable empuñado con brazo firme por el soldado de infantería embarcada Martín Álvarez Galán.

El mismo sable con el que, a nosotros nos salvó el honor, y él se ganó la gloria.




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