sábado, 20 de mayo de 2017

MARTIN ALVAREZ GALAN SOLDADO ESPAÑOL EXTREMEÑO





MARTIN ALVAREZ GALAN SOLDADO ESPAÑOL EXTREMEÑO



¡LA BANDERA NO SE ARRÍA!
La vida de D. Martín Álvarez Galán. Cabo de Granaderos de La Real Armada. Héroe de España.

Nacido en la villa de Montemolín, provincia de Badajoz, en la vieja y valerosa Extremadura, la tierra de Cortés, de Balboa, de Pizarro y de tantos otros hombres irrepetibles.
Nació pobre, vástago de un humilde carretero y de una hija de soldado, que le contaba a su retoño las historias que su padre, mutilado de guerra, había vivido durante la Guerra de Sucesión española.

Su vida transcurría sin más anhelo que el de convertirse en soldado, pero su vocación castrense se veía impedida por la responsabilidad de mantener en funcionamiento el negocio que daba de comer a su familia, ya que tras morir su padre, Martín, había continuado el oficio de su progenitor, además desde hacía poco tiempo cortejaba a una muchacha de su pueblo.
Sin embargo Martín no era bien visto por la familia de la chica, así que, aprovechando uno de los numerosos viajes que el joven debía realizar por su oficio de arriero, casaron a la moza con el molinero, que era más rico y mucho mejor partido.
Martín quedaría desolado y encima, para colmo de males, su madre fallecería a los pocas semanas.

A Martín Álvarez ya nada le ataba a su pueblo, así que deprimido y cabizbajo, decide emigrar a Sevilla con la intención de alistarse en el Ejército y cumplir con su sueño de convertirse en soldado.
En la ciudad del Guadalquivir encuentra su destino cuando se topa, casi de bruces, con los reclutadores de la Real Armada.

El Cuerpo tenía destacamentos en casi todas las capitales de provincia y los infantes y marinos iban siempre muy erguidos, vestidos de punta en blanco con sus casacas azul turquí de solapas encarnadas, el calzón azul y las charreteras doradas.
Los captadores contaban las maravillas que se encontrarían los reclutas si entraban a servir en la gloriosa Infantería de Marina, que era hacerlo en la mejor y más antigua del mundo.

Corría el mes de abril del año mil setecientos noventa cuando Martín ingresa como soldado en la Tercera Compañía del Noveno Batallón de la Infantería de Marina, tenía veinticuatro años.
Pasado el periodo básico de instrucción y el obligatorio servicio en los Arsenales de la Armada, el soldado Álvarez embarcaría en el navío de setenta y cuatro cañones: “Gallardo”, con el que zarpa de inmediato con rumbo a Tolón.

Cuando llega la expedición la ciudad ya había caído en poder de la coalición hispano-británica -que cosas más raras se habían visto- y Federico Gravina hacía las funciones de Gobernador.
El “Gallardo” y su dotación participarán en el desalojo de los franceses que ocupaban las islas de San Pedro y de San Antíoco, situadas al sur de Cerdeña y que eran el último reducto francés.
El soldado Martín empezaría a adquirir fama entre sus oficiales y compañeros de honrado y valiente.
Cumplida la misión el barco regresaría sin contratiempos a Cartagena.

Para el año mil setecientos noventa y cuatro el soldado Álvarez aparece en el rol del navío “San Carlos”. Siguiendo las vicisitudes de cualquier marino de su tiempo forma parte de la dotación de los navíos: “Santa Ana” y “Príncipe de Asturias”.
Ambos dos magníficos ejemplos del poderío naval español que fabricaba barcos de tres puentes y ciento doce cañones.
Dos auténticas bellezas del mar.

El primero de febrero de mil setecientos noventa y siete es destinado al navío de setenta y cuatro cañones: “San Nicolás de Bari”.
El navío español formaba parte de la escuadra del almirante Córdova. Martín Álvarez ocupó su puesto, uno más dentro del barco, un soldado anónimo que pronto se ganaría la gloria y la fama.

El catorce de febrero de mil setecientos noventa y siete es una fecha negra en el calendario de la Real Armada.

Aquel día, cerca del Cabo de San Vicente, una escuadra mandada por el almirante Jervis y en la que embarcaba un desconocido, o casi, Horacio Nelson, atacó sin miramientos a la escuadra española. Los nuestros, para qué engañarnos, no hilaron muy fino aquel día.
La escuadra estaba muy mal posicionada, tripulada por levas forzosas y escoria de los puertos, con los oficiales sin cobrar desde tiempos de los Austrias y además un jefe que escoraba a acojonado y que buscaría el viento que le llevaba a Cádiz antes que el barlovento del enemigo.
Así que los britis nos dieron la del pulpo o la del calamar, que en el mar ya se sabe.

También, como casi siempre, la valerosa y suicida actuación de unos pocos nos salvarían el honor y la dignidad.

Uno fue Cayetano Valdés.
Al mando del navío “Pelayo” ordenó abarloarse su barco al “Santísima Trinidad”, que había arriado su bandera, para avisar al almirante de que tenía dos opciones: o izar el pabellón en la toldilla o hundirse con el navío que él mismo mandaría al fondo antes de dejarlo caer en manos de los ingleses.
El “Trinidad” era el más grande, poderoso y hermoso navío que surcaba los mares y era, como es natural, la pieza más codiciada por los ingleses que, solamente gracias a don Cayetano y su par de pelotas, no lograrían llevárselo.

El otro hombre que nos salvó el honor aquel día era un simple granadero, Martín Álvarez Galán se llamaba.

Su navío, el “San Nicolás de Bari”, había peleado bravamente y cañoneado con el enemigo sin descanso.
Hasta que la novísima táctica de Nelson -el famoso "touch", o sea, navíos que iban pasando en línea uno tras otro contra el contrario soltando andanadas mortales- dejaron al “San Nicolás” sin gobierno, desmochado, la cubierta, el alcázar, la toldilla y el castillo arrasados, la sangre chorreando por los imbornales y esperando, los que quedaban vivos, el inminente abordaje de los ingleses.

El Capitán Geraldino había muerto y el segundo al mando también, casi toda la tripulación estaba herida pero, a pesar de ello, los supervivientes dieron la bienvenida al trozo de abordaje como se merecía.
La lucha fue feroz y sin cuartel sobre las ya ensangrentadas tablas del “San Nicolás”.

En la toldilla, al cuidado de la bandera, estaba el soldado Martín Álvarez.
Había recibido la orden de su capitán, un poco antes de morir éste, de que la bandera no se arriaba:

- Clavada está, Álvarez...
- Lo que usted mande mi Comandante...

Y allí estaba Martín, el antiguo carretero que no sabía leer ni escribir pero que conocía sobradamente cual era su deber y su obligación.
Lo podía sentir dentro de las tripas cuando contemplaba la sangre de sus compatriotas bailando sobre las tablas del navío.
A su espalda el trapo rojo y gualda flameaba acribillado al viento.

Por eso al primer inglés que se le arrimó gritando -Martín no sabía ni papa de inglés- “capituleisión...”, o algo parecido, lo ensartó contra un mamparo con tanta fuerza que al inglés se le quedaron para siempre los ojos como platos y a Martín el sable empotrado contra la dura madera del “San Nicolás”.

Una turba de enemigos se abalanzó sobre Martín, que agarrando un mosquete por el cañón y usándolo como terrible maza, le parte la cabeza al oficial, rubito y guapetón, que encabezaba el grupo que le atacaba y que pretendía hacerse con la bandera:

- ¡Lest, go, go, go...! - iba gritando, y de repente... ¡Crack!, los sesos esparcidos al aire del atlántico.

Al granadero español y a su bandera no había inglés que se arrimase...
Así que entre algunos infantes y de lejos lo tienen que acribillar a tiros.

Los ingleses, por fin, -¡qué trabajito nos ha costado, Richard...!- logrron hacerse con lo que quedaba del "San Nicolás", que la verdad no era mucho.
De inmediato empezaron con las labores de limpieza.
Labores que no consistían más que en desembarazar el barco de todo lo que le estorbase, o sea, los palos desmochados y la jarcia destrozada además de arrojar por la borda a los muertos.
Los cuerpos se tiraban sin demasiado trámite pues en la mar el tiempo es oro y en combate más todavía.

Entonces le llegó el turno al cadáver del granadero español y Horacio Nelson, en un gesto que le honra, cargado de la hidalguía y la nobleza del guerrero que respeta al enemigo valeroso, ordenó que el cuerpo de aquel valiente soldado español fuese envuelto con la bandera que tan bravamente había defendido.
¡Con dos cojones, Sir Horatio!

Entonces, ¡milagro!, resultaba que la dura encina extremeña todavía conservaba un hilo de vida.
Los ingleses le llevaron al hospital de Lagos en el que Martín, poco a poco, se repuso de sus heridas.
Una vez recuperado sería trasladado a España con toda la admiración y el respeto de la Armada Real Inglesa.

Martín será llamado como testigo en el consejo de guerra que se hizo a consecuencia de la batalla. Afirmando que el “San Nicolás” no fue rendido sino tomado a sangre y fuego:

“...Pues sin quedar ningún español a bordo mal pudo haberse rendido...”- declaró.

En el año mil setecientos noventa y ocho sería ascendido al empleo de Cabo y se le asignaría una pensión vitalicia de cuatro escudos mensuales en premio a su hazaña. Es destinado al navío “Purísima Concepción”, de la escuadra de Mazarredo que salía con rumbo a la ciudad de Brest.


Durante la travesía nuestro héroe sufre una aparatosa caída desde la jarcia que le deja muy mal herido.
Convaleciente en el puerto la tuberculosis le invade los pulmones y en el mes de febrero del año mil ochocientos y uno moría a la edad de treinta y cinco años.

Faltaban cuatro para Trafalgar...

Si tienen vuestras mercedes la oportunidad de visitar Gibraltar, allí pueden ver un cañón de bronce que pertenecía al “San Nicolás de Bari”.
En dicho monumento hay una placa que reza:

¡Hip, Captain...!, ¡Hip, Nicolás...!, ¡Hip, Martín Álvarez...!

Además, que para estas cosas los ingleses guardan la memoria mucho mejor que nosotros, en el Museo Naval de Londres, conservan y admiran un viejo sable español.
El mismo que había dejado, ensartado contra las tablas de un navío que se negaba a rendirse, a uno de sus compatriotas.

Un sable empuñado con brazo firme por el soldado de infantería embarcada Martín Álvarez Galán.

El mismo sable con el que, a nosotros nos salvó el honor, y él se ganó la gloria.




jueves, 11 de mayo de 2017

ACUERDO DE CORBEIL ENTRE LUIS IX DE FRANCIA Y JAIME I EL CONQUISTADOR DE ESPAÑA




ACUERDO DE CORBEIL ENTRE LUIS IX DE FRANCIA Y JAIME I EL CONQUISTADOR DE ESPAÑA




Mediante este acuerdo se sanciona la retirada catalano-aragonesa del sur de Francia y el dominio de los monarcas franceses sobre Occitania y Provenza. También implica la renuncia de derechos que los monarcas franceses puedan tener sobre tierras de los condados catalanes.
Según el ordenamiento político internacional y su jurisprudencia, los condados catalanes fueron territorio francés, feudatario de los reyes francos y así fue hasta la firma del Tratado de Corbeil. Cataluña ni tan siquiera existe, los ocho condados feudales de lo que hoy es Cataluña pagaban vasallaje a los reyes francos.
Se trata de un documento trascendente Pone de relieve una irrefutable realidad histórica que derriba estrepitosamente la mentira estrafalaria de los ahora llamados “países catalanes”.
Su importancia histórica transcendente es que se firma 29 años después de la reconquista de Mallorca y 20 años después de la de Valencia.
Durante toda la Edad Media Cataluña era solo una “Marca Hispánica” tributaria de los Reyes Carolingios hasta que en dicho tratado de Corbeil, 1258, entre San Luis Rey de Francia y Jaime I el Conquistador, acordaron que los Condados al sur de los Pirineos tributarían a la Corona de Aragón y los condados del norte a Francia.
Los 8 condados de la Marca Hispánica tuvieron plena jurisdicción independiente unos de otros hasta el siglo XV.
La única excepción fue el Condado de Barcelona que, por el matrimonio del Conde Ramón Belenguer IV en 1137 con Dª Petronila de Aragón, Barcelona quedó entonces incorporado a la Corona de Aragón pero sin variar su condición de condado. Los 7 restantes condados (Besalú, Vallespir, Peralada, Ausona, Ampurias, Urgel y Cerdanya) mantuvieron su independencia hasta 1521, cuando el Rey de España Carlos I nombró Virrey de Cataluña al Arzobispo de Tarragona, don Pedro Folch de Cardona. Por lo tanto Cataluña no existió como región hasta esa fecha y, por lo tanto, no pudo actuar nunca antes como entidad histórica unificada.
Se deduce que los condados de la parte española, llamados “Marca Hispanica” estaban mejor relacionados con Aragón y que los del sur de Francia, con el rey francés. Siguiendo consejos de “hombres buenos” el rey francés (Luis IX) cede a Jaime los condados de la parte española y el aragonés cede a Luis sus derechos en la parte francesa. Este es en síntesis el Tratado de Corbeil.
El Tratado de Corbeil, escrito en latín y comienza con las palabras: “Es universalmente conocido que existen desavenencias entre el señor rey de Francia y el señor de Aragón, de las Mallorcas y de Valencia, Conde de Barcelona y Urgel, señor de Montpellier; por lo que el señor rey de Francia dice que los condados de Barcelona, Besalú, Urgel, etc... son feudos suyos; y el señor rey de Aragón dice que tiene derechos en Carcasona, Tolosa, Narbona, etc....”.
De esa fecha y tratado es fácil sacar dos conclusiones:
a) Si Cataluña no existía como tal era imposible que algo que no existe conquistase ni Valencia (1238) ni Mallorca (1229).
b) Si carecía de unidad política, jurídica y geográfica ¿cómo iba a tener unidad lingüística si lo que allí se hablaba era un mosaico de dialectos procedentes del PROVENZAL?
Después del Tratado, Jaime comenzó su labor legisladora comenzando por la moneda (1 de agosto, 1258. Jaime I legisla sobre la moneda de Barcelona), acercando políticamente los condados ya oficialmente feudatarios suyos. Con el tiempo todo el territorio se llamó Cataluña.
¿Qué lengua hablaban?
Obviamente, el occitano, provenzal o lemosín propio del sur de Francia y condados de la Marca Hispánica. Lean libros magistrales de la también colaboradora de Baleares Liberal, Teresa Puerto, al efecto. La lengua catalana se llamó oficialmente “llemosí” hasta la segunda mitad del siglo XIX.



martes, 9 de mayo de 2017

NORTON I emperador de Estados Unidos y protector de Mexico




NORTON I emperador de Estados Unidos y protector de Mexico




Hay algunos cuya experiencia -aún siendo exitosa a veces- no consiguió pasar de la categoría de anécdota curiosa y a menudo estrambótica, como los del papa Luna, Pedro Bohórquez, el Pastelero de Madrigal o la princesa Caraboo. 

Ahora bien, pocos alcanzaron el nivel inaudito de Joshua Abraham Norton, quien a mediados del siglo XIX se autoproclamó ¡Emperador de EEUU y Protector de México!
El 10 de enero de 1880 San Francisco acogió un funeral multitudinario con la asistencia de unas treinta mil personas que formaban un cortejo de casi cinco kilómetros. La prensa publicó extensos obituarios, así como artículos contando la vida del finado, y el establishment local presentó sus respetos. 
Incluso al día siguiente se produjo un eclipse de sol, como si el astro rey también quisiera mostrar condolencias. Paradójicamente, el fallecido había muerto en la ruina y tuvo que ser una asociación de empresarios la que costeara los gastos del sepelio junto con un ataúd digno, pues al principio le habían puesto en uno de madera barata. 
Algo impropio de todo un emperador, sin duda, pues tal era la categoría del muerto, el citado Norton; probablemente el primero en darle el sentido actual a la palabra freaky.
Poco se sabe de la juventud de Joshua Abraham Norton, ya que no era de familia aristocrática precisamente. Se cree que nacería en torno a 1815, según se deduce de la inscripción de la placa de su féretro («[muerto] a la edad de 65 años»), pero otras fuentes (registros de pasajeros navales, fichas de la asociación de empresarios…) proponen fechas alternativas. 
Lo que sí es cierto es que, aunque probablemente era originario de un extrarradio de Londres llamado Deptford -hoy absorbido por la capital-, la mayor parte de su vida temprana la pasó en Sudáfrica, a donde sus padres -comerciantes judíos- emigraron en 1820 al amparo del plan de colonización británico dictado ese año. 
Tras morir sus progenitores, Joshua se embarcó hacia esa tierra de promisión que eran los jóvenes EEUU en la Franceska y recaló en San Francisco el 23 de noviembre de 1849. 
Con él llevaba la herencia de su padre, cuarenta mil dólares americanos, gracias a los cuales pudo empezar una nueva vida en negocios como el mercado de materias primas y especulación inmobiliaria que le proporcionaron una posición bastante acomodada, de manera que a finales de 1852 se había convertido en uno de los hombres más prósperos de la ciudad. 

Aún no había terminado ese año cuando vio lo que consideró una oportunidad única: la hambruna por la que pasaba China -que impulsaría una fuerte ola migratoria precisamente a San Francisco- hizo que el país oriental prohibiera la exportación de arroz, de manera que el precio de éste se disparó en EEUU. 
Norton se enteró de que el buque Glyde regresaba de Perú trayendo un ingente cargamento de arroz (noventa y un mil kilogramos) y lo compró íntegro por veinticinco mil dólares con la idea de acaparar el mercado y venderlo a mayor coste aún, ya que previamente también había adquirido todas las existencias que encontró.
Lamentablemente para él, tras el Glyde llegaron otros navíos desde el país andino con el mismo cargamento y la esperada subida de precios no sólo no se produjo sino que, al contrario, se desplomaron. 
Norton se encontró con que nadie pagaba por su mercancía y aunque intentó paliarlo demandando al proveedor con el argumento de que el producto no tenía la calidad prometida, el juicio se prolongó cuatro años y al final la Corte Suprema de California falló contra él. Endedudado, le embargaron sus propiedades, tuvo que declarar la quiebra en 1858 y dejar la ciudad, viviendo únicamente de un subsidio.

Aquella nefasta experiencia le afectó mucho; tanto que, a tenor de su comportamiento posterior, puede decirse que prácticamente perdió la razón
Disconforme con la sentencia, de pronto consideró que las instituciones judiciales y políticas del país no satisfacían los intereses de sus ciudadanos, así que el 17 de septiembre de 1859, ya de regreso en San Francisco, envió una inaudita carta a todos los periódicos con la siguiente declaración: 
“A petición, y por deseo, perentorio de una gran mayoría de los ciudadanos de estos Estados Unidos, yo, Joshua Norton, antes de Bahía de Algoa, del Cabo de Buena Esperanza, y ahora por los pasados 9 años y 10 meses de San Francisco, California, me declaro y proclamo emperador de estos Estados Unidos; y en virtud de la autoridad de tal modo investida en mí, por este medio dirijo y ordeno a los representantes de los diferentes Estados de la Unión a constituirse en asamblea en la Sala de Conciertos de esta ciudad, el primer día de febrero próximo, donde se realizarán tales alteraciones en las leyes existentes de la Unión como para mitigar los males bajo los cuales el país está trabajando, y de tal modo justificar la confianza que existe, tanto en el país como en el extranjero, en nuestra estabilidad e integridad.
NORTON I, Emperador de los Estados Unidos”.

Así empezaba un reinado tan insólito como duradero (veintiún años), empezando enseguida a promulgar decretos. El primero, emitido al mes siguiente, abolía el Congreso de EEUU por fraude y corrupción, invitando a sus miembros a reunirse con él en el Platt’s Music Hall para alcanzar un acuerdo; como obviamente no se presentaron, lanzó otra orden destituyéndolos por violar el edicto anterior e instando al ejército a desalojar el Congreso. 
Pese a que, como cabía esperar, las fuerzas armadas tampoco le obedecieron, a lo largo de la década siguiente continuó legislando; en un ejercicio de realpolitik reautorizó el Congreso pero suprimiendo los dos grandes partidos (Republicano y Demócrata), estableció una multa de veinticinco dólares al que se empeñara en llamar Frisco a San Francisco (era y sigue siendo el diminutivo popular) y se proclamó Protector de México por la “incapacidad de los mexicanos para regir sus propios asuntos”
No todas sus iniciativas eran grotescas; algunas tenían una base razonable que con el tiempo incluso se convertirían en realidad, como la creación de una Liga de Naciones (antecedente de la ONU), la construcción de un puente que salvara la bahía de San Francisco (se hizo el San Francisco-Oakland Bay Bridge al que, por cierto, alguna vez se ha propuesto rebautizar como Norton Bridge) o la exigencia de que todas las instituciones religiosas nacionales dejaran de rivalizar entre sí (y de paso, que le reconocieran emperador). 
Asimismo, cuando estalló la Guerra Civil invitó a los presidentes de Norte y Sur, Abraham Lincoln y Jefferson Davies, a reunirse con él como mediador; viendo que no le hacían caso ordenó una tregua que tampoco se materializó. 

Esa vocación de intentar arbitrar la llevó a la práctica en otras circunstancias más directas, como cuando se interpuso en el intento de linchamiento de unos emigrantes chinos por parte del populacho, logrando que éste se se dispersara tan sólo entonando un himno religioso y exhortando a amar al prójimo. 
Y es que su figura era conocida por todos, ya que solía recorrer las calles luciendo un uniforme azul con charreteras doradas que le había donado el ejército y un singular gorro de castor con pluma de pavo real, además de bastón o paraguas; de hecho, su vestuario se debía a una subvención municipal obtenida después de quejarse vía prensa de que su raído guardarropa era indigno de su condición imperial, agradeciendo la donación con la concesión de títulos nobiliarios a los responsables.

Como se aprecia, Norton I era visto con mucha simpatía por los ciudadanos de San Francisco, que lo consideraban algo suyo porque demostraba interesarse por sus asuntos: en sus paseos, siempre acompañado de dos perros vagabundos adoptados (Bummer y Lazarus), revisaba el estado de las aceras y otros equipamientos urbanos, inspeccionaba el alcantarillado, comprobaba las frecuencias de paso de los autobuses, controlaba el tiempo que tardaba en aparecer la policía cuando se requería su presencia, etc. 
Hablando de policía, cuando un agente le arrestó ya bien entrado su mandato, en 1867, acusándole de desorden mental, el jefe ordenó su inmediata puesta en libertad; por supuesto, Norton demostró su grandeza imperial perdonando al policía y con ello se ganó el respeto de todo el cuerpo, cuyos integrantes saludaban marcialmente a su paso.

Se trataba, pues, de un personaje muy popular al que los restaurantes invitaban a comer -junto con sus perros- para poder poner a la entrada placas de latón indicando que habían tenido como cliente a un emperador (una vez no le invitaron en un tren y se convirtió en un escándalo que obligó a la compañía a rectificar y pedir disculpas públicamente). 
Asimismo, le reservaban asiento en todos los espectáculos y en todas las iglesias (iba a una distinta cada domingo para contentarlas a todas). 
Es más, Norton I emitió una tirada de sellos que tuvo gran éxito e incluso emitió su propia moneda (en billetes de cincuenta centavos y diez dólares que hoy son preciados artículos de coleccionista), con la que sufragaba sus gastos; por increíble que parezca, los comerciantes los aceptaban, igual que aceptaban los pequeños impuestos de pocos centavos que les imponía, porque luego el Ayuntamiento validaba los billetes haciendo gala de un extraordinario sentido del humor.

Y es que institucionalmente también se optó por esa vía, quedando Norton inscrito en el censo nacional de 1870 con la profesión de Emporer (se supone que un error de escritura por Emperor) junto a su dirección de 624 Commercial Street. Allí tenía domiciliada la corte imperial, en la sencilla habitación de una pensión decorada con retratos de la reina Victoria, con la que se rumoreó que planeaba casarse (aunque se dice que sí llegó a cartearse con ella). 
También se decía que era amigo de Pedro II, emperador del Brasil, e hijo secreto de Napoleón III. Era inevitable esa leyenda sobre leyenda, hasta tal punto que se cree que algunas de sus leyes no las dictó él de verdad sino que se trataba de añagazas de los periódicos para vender más ejemplares, tal cual pasaría en Londres con las cartas de Jack el Destripador.
Su perros fueron muriendo y él, que les dedicó fastuosos funerales contratando al mismísimo Mark Twain para escribir los epitafios, se quedó solo. La noche del 8 de enero de 1880 paseaba frente a la iglesia de Ols T. Mary para asistir a una conferencia cuando se desplomó en el suelo, víctima de un ataque de apoplejía
Falleció antes de que llegara un médico. “Le Roi est mort” publicó al día siguiente en titulares el San Francisco Chronicle, mientras The Morning Call anunciaba en primera plana “Norton I, por la gracia de Dios Emperador de estos Estados Unidos y Protector de México, ha dejado esta vida”.

Fue entonces cuando se esclareció otro de los bulos que corrían sobre él: la fortuna que se decía que guardaba en casa no existía y era bastante pobre. Apenas se encontraron unos pocos dólares, una colección de bastones, un sable y el vestuario. 
También había cartas escritas para la soberana británica, un telegrama falso del zar Alejandro II felicitándole por su inminente matrimonio con ella, antiguas acciones de una mina de oro y un puñado de bonos imperiales con un interés del siete por ciento que solía vender a los incautos turistas. 
No extraña que se ganase como necrológica la misma frase que dijera el jefe de policía: «El Emperador Norton no mató a nadie, no robó a nadie, no se apoderó de la patria de nadie. De la mayoría de sus colegas no se puede decir lo mismo.»
Fue enterrado en el Cementerio Masónico, si bien más tarde, en 1934, ese camposanto se trasladó a Woodlaw y con él sus restos mortales. Su memoria prevalece gracias a relatos, entre otros, de Mark Twain (que lo reseña en Las aventuras de Huckelberry Finn) y Robert Louis Stevenson (en Los traficantes de naufragios, aparte de que su hija le conoció personalmente) y parece que en 2018 la ciudad de San Francisco celebrará por todo lo alto el bicentenario de su nacimiento.