martes, 17 de enero de 2017

JERONIMO DE AYANZ inventor de maquina de vapor





JERONIMO DE AYANZ inventor de maquina de vapor






ay un personaje escondido en la historia que pudo haber cambiado los designios del mundo: Jerónimo de Ayanz. Este hombre español inventó una máquina de vapor a principios del XVII, casi un siglo antes de que Thomas Savery patentara en Inglaterra el dispositivo que hoy se considera pionero en la tecnología de la Revolución industrial.
Ayanz inventó los primeros prototipos de máquina de vapor antes de que aparecieran en Francia, Alemania o Inglaterra. Pero la España del XVII estaba aún muy lejos de intuir su importancia y de desarrollar ese capitalismo incipiente que en Inglaterra encendió la mecha para que el mundo agrícola se transformara en uno industrial.
Nadie supo ver el valor de aquel ingenio. El prototipo quedó olvidado por el paso del tiempo y así se ahogaron todas las posibilidades de que la Revolución Industrial se produjera en España.
Jerónimo de Ayanz (1553-1613) era un hombre renacentista, autodidacta, que sabía de música, pintura, ciencia y tecnología. Interpretaba sus propias composiciones musicales y propuso crear un museo de pintura antes de que existiera el Museo del Prado. En la guerra fue nombrado caballero y comendador, y en la paz, regidor de Murcia, gobernador de Martos y administrador general de Minas del reino, un cargo que hoy sería igual al de ministro.
Un documento de Felipe III, de septiembre de 1606, recoge 48 privilegios de invención a nombre de Ayanz en sólo ocho años. Era un investigador y un hombre racional que escribió: «Ninguna filosofía hay más cierta que la prueba, porque ella es la que nos satisface y convence a nuestras opiniones».

Pero su espíritu científico pertenecía al futuro. El presente jugaba en contra. Aquel tiempo en el que todo se explicaba por los dictados de Dios aún no estaba preparado para sus experimentos. En aquella España llamada a levantarse en defensa del catolicismo y liderar el espíritu de la Contrarreforma, la ciencia era un estorbo. «Fue un hombre que se adelantó a su tiempo», dice Luis Londaiz y Mencos, marqués de Eslava y único descendiente de Ayanz, una tarde de otoño en Madrid.


Aquel hombre de la más alta aristocracia tenía una fuerza física extraordinaria. De hecho, en la época en que vivió, fue más conocido por su vigor y su ‘ingenio militar’ que por sus inventos, según cuenta su principal biógrafo, Nicolás García Tapia, en Jerónimo de Ayanz y la máquina de vapor, un libro publicado por los ministerios de Defensa, Economía y Competitividad para recuperar la memoria del inventor.
Esa fortaleza sobrehumana aparece descrita en varios versos de Lope de Vega. Ayanz era un héroe en el campo de batalla y en la estrategia militar. Fuerza e ingenio. El navarro, nacido en Guenduláin, poseía los atributos más preciados en el Siglo de Oro español. Lo que no se sabrá nunca es si estaba de buen ver. No se ha encontrado una sola imagen de su aspecto físico.
Ese ingenio es lo que ahora se denomina creatividad. Por eso esta palabra aparece más de diez veces en El Quijote y del término creatividad no hay rastro. De hecho, el protagonista de esta obra es un ingenioso hidalgo, lo más que se podía ser en ese comienzo del XVII en que coincidió la publicación de la mayor parte de los inventos de Ayanz con el clásico de Cervantes. Y esto muestra que el culto a la inventiva no es propia del siglo XXI. Viene de muy lejos.
La fuerza aparece citada más de 100 veces en las aventuras del famoso hidalgo. Lo hizo, por ejemplo, un día que Don Quijote, en su afán justiciero, comenzó a dar voces diciendo: «Aquí, aquí, valerosos caballeros, aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos».
Lope de Vega (1562-1635) llegó a hablar del propio Ayanz.


El vigor de Ayanz aparece en otro libro publicado en 1659. Leonor de la Misericordia contó en Vida de la sierva de Dios Francisca del Santmo. Sacramento que un día «un caballero bien conocido en España por sus grandes fuerças» fue hasta el convento donde se hallaba su hermana y arrancó la reja de una ventana con sus propias manos.
En los siglos XVI y XVII la fuerza física era necesaria para sobrevivir. No sólo en la guerra, que podía estallar en cualquier momento. También en la «cruenta y dura vida de cada día en los pueblos y ciudades», indica la filóloga Carmen Noël en Jerónimo de Ayanz y la máquina de vapor.
Además, por aquel entonces, el trabajo dependía exclusivamente de la fuerza de las manos y las piernas. Había sólo una máquina capaz de producir energía: el cuerpo humano. «Hombres, mujeres y bestias podían consumir grano y carne, quemar sus carbohidratos y grasas, y utilizar la energía para arrastrar un carrito oriental o empujar un arado», escribe el historiador Yuval Noah Harari en Sapiens. «La potencia muscular era la clave de casi todas las actividades humanas. Los músculos humanos construían carretas y casas, los músculos bovinos araban los campos y los músculos equinos transportaban mercancías».


Entonces nadie sabía que, al cocer patatas o hervir agua para el té, tenía ante sus ojos el invento que transformaría un planeta agrícola en otro industrial. Las tapaderas que saltaban sobre el caldero por el calor no eran más que un incordio, según Harari. Durante milenios nadie apreció que esos impulsos que despedían las ollas eran pura energía.
Ayanz vio este potencial mientras trabajaba en las minas, pero la Corte no dio valor a sus prototipos. Dejaron pasar el tren que podía haber convertido a España en el motor de la Revolución Industrial y entonces fue Inglaterra el país que inventó el ferrocarril. «Esta invención habría cambiado la historia», apunta Santiago Asensio, subdirector general de Estudios, Información y Publicaciones del Ministerio de Economía y Competitividad, y responsable de la edición del libro que rescata la figura del navarro. «En aquella época, el rey era el único que tenía capacidad económica para financiar el invento pero no lo hizo. No hizo caso a sus estudios. En cambio, en Inglaterra, ya existía un protocapitalismo y eso facilitó que los científicos encontraran empresarios que financiaran sus inventos. Fue un problema de estructura económica».
Asensio lamenta que Ayanz no encontrara financiación porque no era un inventor que anduviera en las nubes. No trataba de adelantarse a su tiempo. Daba solución a un problema de su época: el agua empantanada en las minas. Pero nadie lo vio. «Muchos inventores fracasan porque idean tecnologías que no tienen sentido en su tiempo. En el caso de Ayanz no fue así. Su invento pertenecía a su época».


Jerónimo de Ayanz fue educado en las armas. Era el oficio que reservaban al segundo hijo en las familias nobles para garantizarles una vida acomodada. El primogénito, en cambio, no necesitaba empuñar un sable. Nacía con la herencia bajo el brazo.
El hijo segundo de Carlos de Ayanz y Catalina de Beaumont resultó ser un militar inigualable. Las crónicas de la época lo comparaban con los héroes mitológicos, según el historiador Diego Valor Bravo. Pero luchando contra la sublevación dirigida por Guillermo de Orange cayó fatalmente herido. Tenía 25 años y la reputación de Sansón.
Juan de Austria y el duque de Parma escribieron a Felipe II para hablarle de Ayanz. El joven se fue a Madrid a recuperarse de sus heridas y en abril de 1579 él mismo volvió a escribir al rey para contarle que aquel infortunio en la batalla lo estaba llevando a la más absoluta pobreza. Ayanz consiguió así su primera pensión del reino. Pero en junio de 1580, aún con las cicatrices frescas, abandonó su retiro para participar en la entrada a Portugal.
El navarro fue bravísimo en la toma de Lisboa y ese mismo año el rey lo nombró caballero de Calatrava. Tan sólo un año después Ayanz descubrió que estaban montando un complot para matar a Felipe II. Fue hábil y rápido para evitarlo, y el rey, agradecido, le concedió sus favores de por vida.
En 1582 Ayanz recibió la encomienda de Ballesteros en la Orden de Calatrava. Aquello suponía unas rentas anuales de 355.000 maravedíes, y a eso se sumaban otras ganancias por los distintos cargos públicos que tuvo a lo largo de su vida. El navarro tenía la economía resuelta y por eso pudo dedicar mucho tiempo a lo que más le gustaba: la invención. Aunque en 1589, cuando se enteró de que los ingleses querían tomar La Coruña, partió desde Murcia, junto a su hermano, para defender la ciudad junto a María Pita.


Jerónimo de Ayanz fue nombrado Administrador general de Minas del Reino en 1597. Durante los dos años siguientes visitó 550 minas por todo el territorio español y, al final de su investigación, presentó un memorial sobre la minería y una serie de propuestas para mejorar su explotación.
En un informe del 16 de marzo de 1602, Ayanz presentó una serie de inventos inauditos en aquella época. Eran equipos de buceo, una balanza que podía pesar «una pierna de mosca», hornos más eficientes, el antecedente del aire acondicionado y el diseño de una «prodigiosa máquina de vapor destinada a desaguar las minas», como la describe Valor Bravo.
Aquel documento donde los prototipos se explican con planos bien detallados incluyen la palabra de unos inspectores que aseguran que todos los inventos estaban en pleno funcionamiento. Los equipos de buceo, por ejemplo, fueron mostrados a Felipe III en las aguas del Pisuerga en agosto de 1602.
Ayanz, además, podría estar en los orígenes más remotos de la documentación que llevó a Julio Verne a imaginar el bólido de sus Veinte mil leguas de viaje submarino. En los inicios del siglo XVII, el navarro dejó sobre el papel un proyecto para construir una barca sumergible.
Y también diseñó gigantes para Don Quijote. Ayanz ideó un tipo de molino de viento de álabes curvos que se colocaba en función de la dirección por la que soplaba la ventisca y otro con dos largos ejes horizontales. 


Pero lo más revolucionario, y lo que ha llevado a Nicolás García Tapia y a Santiago Asensio a intentar rescatar a este personaje del olvido histórico, es aquella máquina de vapor con la que Ayanz quería sacar el agua de las minas de Guadalcanal (Sevilla). No era fácil trabajar en aquellas explotaciones empantanadas bajo tierra. La ventilación tampoco era buena. Los mineros respiraban el poco aire que les llegaba por las chimeneas y un sistema rudimentario de fuelles.
Ayanz propuso varias aplicaciones de vapor capaces de elevar el agua para sacarlo de las minas y crear un sistema de ventilación que hiciera aquellos lugares más habitables. Y al menos una de ellas logró subir el agua. «La máquina de Ayanz funcionaba. Hay documentos que recogen que probaron esos prototipos con éxito», escribe Alberto Sánchez Lite, profesor de la Escuela de Ingenierías Industriales de la Universidad de Valladolid, en el libro del ministerio de Economía. Uno de ellos, escrito por el propio Ayanz. En una carta al príncipe Emanuel Filiberto fechada entre 1612 y 1613, notifica que muchas pruebas «las tengo hechas, y por ellas fe podrán juzgar otras femejantes».
Estos dispositivos están explicados en detalle en una cédula real de 1 de septiembre de 1606 que otorga a Jerónimo de Ayanz la explotación de sus ingenios de vapor durante 20 años. La bomba de agua que inventó este humanista se basa en la fuerza que imprime el vapor a presión para elevar líquidos.
El administrador de Minas describió el proceso en una serie de pasos que empezaban por encender el fuego y llenar media caldera de agua, y acababa con la elevación del agua desde un depósito de presión hasta otro depósito de descarga. Entre este invento y la patente de Thomas Savery de 1698, considerada la primera máquina de vapor en el mundo, hay muchas similitudes, asegura el ingeniero e historiador que ha dedicado más de 20 años a estudiar al personaje, Nicolás García Tapia, en su artículo Some designs of Jerónimo de Ayanz relating to Mining, Metallurgy and Steam Pumps.
La máquina de Savery introduce el agua por vacío. En cambio, la de Ayanz lo hace por gravedad y esto «penaliza menos el ciclo de trabajo», según García Tapia. Además, el noble fue el primero en hablar de los problemas técnicos y de seguridad que ocasionaba la alta presión. Para evitarlos recomendó las soldaduras de plata.
«Se podría decir que ambos inventores comparten un espíritu emprendedor y que ambos se enfrentaron a dificultades técnicas en la puesta en práctica de sus invenciones», escribe Sánchez Lite. Incluso puede que Savery conociera el dispositivo de Ayanz. En Historia de las patentes anteriores a la Revolución Industrial, Nicolás García Tapia asegura que hay una gran similitud entre el documento en el que Ayanz describió sus ingenios de vapor y la patente del mecánico inglés. «Todavía estamos investigando este invento, porque hay indicios de que Savery pudo haber tenido noticias de la máquina creada casi cien años antes por Jerónimo de Ayanz», dijo el académico, años después, en una conferencia en la Universidad de Navarra.
Ayanz propuso también un sistema que introducía vapor en las minas para que se airearan. También se encendía un fuego, también había una caldera y también se abrían y cerraban válvulas. El sistema proponía enfriar el aire mediante un recorrido a través de una tubería que lo condujera por distintas estancias del lugar donde se instalara, preferiblemente, bajo tierra, como bodegas o cuevas, o donde hubiera nieve. Lo más destacable de este sistema de eyección de vapor es que «consiste en el diseño de un primitivo sistema de aire acondicionado, algo totalmente novedoso y sorprendente en su época», según Sánchez Lite.
Después, en 1615, aparecieron los estudios sobre condensación y expansión del vapor del ingeniero hidráulico francés Salomon de Caus. Incluso llegó a construir unos autómatas para probar que el vapor podía dotarles de movimiento. En 1629 el arquitecto e ingeniero Giovanni Branca creó un prototipo que funcionaba con ruedas y un año después David Ramseye patentó un invento que, de acuerdo con Sánchez Lite, «parece ser la primera auténtica referencia al uso del vapor en la literatura inglesa».
En 1663 Edward Somerset, marqués de Worcester, describió la que está considerada la primera aplicación práctica de vapor para elevar agua, y en 1698 Thomas Savery patentó su máquina de vapor.


Cuenta Yuval Noah Harari que hacia 1700 un ruido extraño empezó a reverberar alrededor de los pozos de las minas de Inglaterra. Ese rugido, que emanaba de las máquinas de vapor, era el anuncio de la Revolución Industrial. «Las primeras máquinas eran increíblemente ineficientes. Era necesario quemar una enorme cantidad de carbón para bombear apenas una minúscula cantidad de agua. Pero en las minas el carbón era muy abundante y se hallaba a mano», escribe el historiador en Sapiens. «En los años que siguieron, los emprendedores británicos mejoraron la eficiencia de la máquina de vapor, la sacaron de los pozos de las minas y la conectaron a telares y desmotadoras».
La producción textil se multiplicó por mil. Cada vez había más telas y cada vez eran más baratas. «En un abrir y cerrar de ojos, Gran Bretaña se convirtió en la fábrica del mundo», apunta Hariri.
Y muy pronto dieron con la idea que los convirtió en los amos del desarrollo industrial. El carbón quemado era capaz de mover telares. ¿Podría mucho más carbón mover vehículos? Sí, pudo. «En 1825, un ingenio inglés conectó una máquina de vapor a un tren de vagonetas mineras llenas de carbón. La máquina arrastró los vagones a lo largo de un raíl de hierro de unos 20 kilómetros». Cinco años después, se inauguró la primera línea comercial de ferrocarril. Iba de Liverpool a Manchester.
Había pasado casi dos siglos desde el hallazgo de Ayanz. «La mayoría de los estudios científicos se financian porque alguien cree que pueden ayudar a alcanzar algún objetivo político, económico o religioso. Por ejemplo, en el siglo XVI, reyes y banqueros dedicaron enormes recursos a financiar expediciones geográficas alrededor del mundo y ni un solo penique a estudiar la psicología infantil», indica Hariri en Sapiens. «Esto se debe a que reyes y banqueros suponían que el descubrimiento de un nuevo conocimiento geográfico les permitiría conquistar nuevas tierras y establecer imperios comerciales».

Jerónimo de Ayanz falleció en 1613. Había escapado de la muerte por los pelos 14 años antes cuando, al probar un horno, inhaló unos gases tóxicos. Había dejado los cargos públicos y se habían centrado en sus proyectos empresariales. Pero, al final, la gota que llevaba años padeciendo acabó con él.
Ayanz estaba entonces escribiendo un libro de sus inventos que nunca se publicó. Lo único que queda hoy, cuatro siglos después, es un capítulo dedicado a la máquina de vapor que atesora la Biblioteca Nacional de España. Los cuatro hijos del navarro habían muerto antes que él. La herencia pasó así al hijo de su hermano Francés: su sobrino Jerónimo de Ayanz de Navarra y Garro Beaumont.
Y la historia ha mantenido el rastro de su linaje hasta hoy. El historiador Valor Bravo descubrió que Luis Londaiz y Mencos procede de aquella familia navarra. Incluso ha vivido en la misma casa que nació Ayanz. «Había oído hablar del personaje en la familia, pero no conocía bien su obra», indica el marqués de Eslava, una tarde en Madrid, conversando sobre el inventor. «Es impresionante todo lo que hizo en 60 años. Tuvo un mérito increíble en viajar por tantos sitios a pesar de las comunicaciones rudimentarias de la época. Llegó hasta Flandes y luchó por varios países».
En su testamento, Ayanz lamentaba que no cobraba derechos por sus patentes y que se había descuidado la explotación de sus inventos. Era lo habitual en aquella época. Inventar era un mal negocio. En Jerónimo de Ayanz y la máquina de vapor, el historiador Diego Valor Bravo resalta la «triste fortuna final» que compartieron el navarro y Blasco de Garay (1500-1552). Nunca dieron con una aceleradora o business angel que les echara un cable.
El físico y marino, además, no tenía un maravedí. A pesar de la fascinación que sentía la Corte de Carlos I y Felipe II por sus inventos náuticos, acabó hundido en la pobreza. En una carta al rey Carlos, Blasco de Garay escribió: «Porque sin comer no se puede hacer cosa, en la que demuestra que solo le quedaba la esperanza de pedir para mitigar su estado algo para gustar, porque juro á nuestro Señor que es la mayor necesidad que tuve ni sentí desde que nací, tanto que hoy doy la espada á vender».
Por las mismas penurias pasó Luis Enríquez, un coetáneo de Ayanz que dedicó 25 años de su vida a desarrollar y financiar de su bolsillo una bomba de agua. El 4 de mayo de 1620 escribió una carta a Felipe III en el que, según Valor Bravo, suplicaba que «le haga merced de una ración con que se mantenga para estudiar las matemáticas». En ese memorial decía:
«(…) ha servido con un ingenio famoso de una muy poderosa bomba tal que escede con mucha ventaja a las que comúnmente se usa porque saca tanta agua y con mucho menos trabajo no osbstante que ha más de dos mil años que las antiguas se inventaron… para fabricalla ha tardado más de 25 años como es notorio y esto sin embargo que V. Md. ni otro alguno me ha ayudado ni premiado jamás ni se le ha hecho merced ninguna por donde estoy destruido y acabado».
El impulsor del libro Jerónimo de Ayanz y la máquina de vapor, Santiago Asensio, destaca la grandeza del personaje por todas las cosas que hizo. Luchó, pintó, compuso música, ocupó cargos públicos e inventó. En su biografía hay datos que hacen pensar que fue un buen hombre. Acogió y protegió a la mujer que su hermano rechazó después de dejarla embarazada. «Destaca en muchísimas facetas», recalca Asensio. «Es extraño que no haya tenido ningún reconocimiento. Ni una calle, ni un monumento… Nada».
Pues, como escribió Ayanz al príncipe Emanuel Filiberto, «verdaderamente es grandísima la soberbia de los hombres y no es menos su ignorancia».



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